Febrero de 1945. Mientras Alemania camina hacia la derrota total en la Segunda Guerra Mundial, Dresde, una ciudad de escaso valor militar, es bombardeada con tal dureza que se produce la primera tormenta ígnea de la historia. En ella arde y se consume la vida de miles de civiles, allí se queman y se pierden para siempre obras de arte y arquitectura de valor incalculable, tesoros que no tienen otro dueño que la Humanidad. En la biblioteca, muchas de las piezas únicas no pueden escapar a tan negro destino.

Meses más tarde, acabada ya la guerra, el musicólogo Remo Giazotto viaja a una devastada Dresde siguiendo las huellas de un compositor veneciano casi desconocido, Tommaso Albinoni, con la esperanza de encontrar alguna de sus obras perdidas en las ruinas de la biblioteca. Las cenizas de la ciudad le esperan para mostrarle su dolor de una forma inesperada.

Febrero, 1945



A principios de 1945 Alemania había perdido la guerra. En el oeste, los ejércitos aliados, sobre todo de Estados Unidos y Reino Unido, avanzaban con precaución, pero sin remedio, sobre el país nazi; en el este, la Unión Soviética, con un mayor déficit tecnológico y armamentístico, lanzaba carne humana contra las tropas alemanas sin menoscabo de una cantidad de bajas propias que casi ningún estado consideraría aceptable; la carnicería tuvo éxito militar con lo que, a costa de la sangre del pueblo ruso, las tropas soviéticas iban ganando terreno en la carrera por ser los primeros en llegar a Berlín.
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Mapa de situación de los frentes en Europa a lo largo de 1945. Fuente (wikipedia)
Hitler, cuya capacidad estratégica como militar era escasa, incapaz de buscar una salida menos dolorosa para su pueblo, condenó a los alemanes a una sangría constante en la que muchos perecieron y supuso, a la postre, la destrucción casi completa del país. Se negó a una rendición lógica y dejó en las manos de armas exóticas de tecnología casi inimaginable para la época―, de contraataques de dudosa eficacia, como el de la Batalla de las Ardenas, y de la entrega de sus soldados, una recuperación que no solo era difícil de imaginar, sino que resultaba imposible. ¿Cuál era la razón para no rendirse y prolongar una agonía con la sangre de su pueblo? ¿Su orgullo u ocultar lo que ocurría en sus campos de concentración?
Frente a él, los líderes de Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética se sentaban así aparecían en las fotos para no destacar la discapacidad motora de Roosevelt con el fin de decidir cómo se repartía el mundo.
No era una reunión entre iguales: Estados Unidos era la gran potencia armamentística emergente que ejercía de salvadora de Europa, como quedaba demostrado por el apoyo decidido a Reino Unido, incluso cuando aún no participaba directamente en la guerra, y por la liberación de Francia del dominio nazi. Reino Unido ejercía el papel de príncipe destronado como imperio en decadencia que estaba perdiendo casi toda su influencia geoestratégica, y el gigante soviético pugnaba por demostrar un poder que aún tenía los pies de barro.
Todos aliados, todos mirándose de reojo.
Con Alemania casi vencida, lo que se jugaba era mucho más que el reparto de un botín inexistente; se trataba de definir las áreas de influencia para los próximos decenios y nadie deseaba dejar ni un palmo de tierra al aliado-enemigo. Por eso todos corrían para tratar de poner su bandera sobre la Puerta de Brandemburgo en Berlín. Churchill, sabedor de su papel en todo aquello, se negaba a ser un invitado de piedra bajo el paraguas norteamericano. Así, en el marco de la Operación Trueno, ordenó un ataque de castigo, sin piedad, sobre una ciudad que tenía escaso interés estratégico. ¿Por qué lo hizo, aún a sabiendas que algunos de su gobierno no estaban de acuerdo con ese tipo de acciones? ¿Restañar el orgullo herido? ¿Venganza por los bombardeos de Coventry o Londres? El primero quedaba ya muy lejos en el tiempo, y el ataque sistemático con bombas V1 y V2 sobre la capital británica causaba ya daños muy limitados debido a la ineficacia de las V1 eran fácilmente derribadas y a la escasez de las V2.
No había razón para destruir Dresde.
Pero fue arrasada con una frialdad digna de un enfermo mental. Y su destrucción, si de algo sirvió, fue para allanar el camino a los soviéticos y favorecer la estrategia de Stalin. Quizá, ese tipo de acciones sirvió para que el telón de acero quedase un poco más hacia al oeste. Todo un error militar, visto desde la óptica de Occidente.
Cientos de aviones británicos y estadounidenses arrojaron durante dos días más de siete mil cien toneladas de bombas, explosivas e incendiarias, con la cadencia diseñada para maximizar la destrucción. Y la destrucción fue total, el 100 % del altstadt.
No había razón para matar a miles de civiles ni había ningún motivo para destruir el arte ni los monumentos de la ciudad, algo que no es patrimonio de nadie más que de toda la Humanidad. En pleno siglo XXI hemos visto imágenes semejantes con otros protagonistas pero con los mismos objetivos: la destrucción por la destrucción, con el arte y la historia como dianas.
¿Seguimos sin aprender?

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Ruinas de la Iglesia de Nuestra Señora en 1970.

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